miércoles, 9 de junio de 2010

Y VOY

Más que soplar, se trata de ser viento.
Más que brillar, ser luz total que viene de adentro.
Más que esperar, se trata de ser tiempo.
Más que olvidar, recuerdos que se lleva el viento

Fragmento de la canción "Y voy" de Cuatropesos Depropina

domingo, 27 de septiembre de 2009

LA BELLA DAMA


El sol había caído ya, cuando el hombre, semi – tendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. Poco a poco comenzó a incorporarse, y con gran temor confirmó su peor sospecha: se encontraba completamente solo. Seguramente la tragedia del Elizabeth III había puesto fin a la vida de muchos de sus compañeros, probablemente de todos, y si alguno de ellos había sobrevivido, posiblemente se encontrara en su misma situación.

El escenario era angustiante. Perdido en el Mar Negro, sin vistas de una costa cercana ni de embarcación alguna que pudiera rescatarlo. Apenas contaba con algunas frazadas que lo habían cubierto del frío y una vieja sábana que había resultado de gran utilidad para proteger la herida de su cabeza, consecuencia de un fuerte golpe en el momento en que se produjo el accidente marítimo. Probablemente hubiesen transcurrido unas cuantas horas luego del hundimiento de la embarcación, pero fue recién en ese instante que pudo recuperar el conocimiento. Aún se encontraba mareado, tenía la boca seca y el cuerpo sumamente débil. El hambre comenzaba a ser un problema, puesto que no contaba con ningún tipo de provisiones y la sed hacía aún más insoportable aquella angustiosa situación.

Lentamente comenzó a sentirse mejor. Con sumo esfuerzo, arrancó una delgada varilla de madera de uno de los laterales de la canoa y ató en uno de sus extremos el cortaplumas que llevaba siempre en su bolsillo. Aquella precaria herramienta era el único medio por el cual podría conseguir pescar algún pez de los numerosos cardúmenes que había podido divisar. Sin embargo el sol había caído y dicha tarea se tornaba dificultosa sin la luz del día. De nada le servían la radiante luna llena que iluminaba la noche y el cielo casi blanco, superpoblado de estrellas, como suele ser costumbre observar estando mar adentro. Probó suerte en reiteradas ocasiones, aunque en ninguna de ellas tuvo éxito. La herida nuevamente volvía a aquejarlo y el dolor se tornaba insoportable. Pronto se halló tendido en el fondo de la canoa otra vez, resignado, convaleciente, esperando que el nuevo día trajera consigo un panorama más esperanzador. El frío le había entumecido todo su cuerpo y abrigándose con las frazadas se quedó dormido.

La suave brisa de la mañana le rozó la cara y lo encontró en una confortable cama de roble, con el sol resplandeciente entrando por el ventanal del dormitorio. Junto a él se encontraba aquella misteriosa mujer que solía presentarse en sus sueños últimamente, a la que jamás le había conocido su rostro. Su belleza era sin igual y sumamente cautivante. Lo despertó con un suave beso en la frente, lugar donde se encontraba la herida, pero ésta ya no le dolía. La mujer tomó su mano y observó la mirada de aquel hombre, que dulcemente le ofrecía las gracias. Entonces se alejó sigilosamente de él, con la vista clavada en sus ojos, y susurrando en voz muy baja le dijo: “Ahora descansa”.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

EL ULTIMO TREN


Cierro los ojos y escucho. Me detengo en el tiempo y observo. Las gaviotas caminan por la orilla, mientras las olas rompen contra las piedras. Oigo el sonido del viento, el dulce sonido del mar y me transporto. Viajo hacia aquellos momentos de mi niñez, cuando solía quedarme horas contemplando aquel paisaje. Las blancas aves de pico largo organizan el vuelo de cacería y los peces aguardan, resignados, a convertirse en sus próximas víctimas. Me relajo y puedo oír todo aquello, pero entre tanto alboroto, puedo también oír el silencio. Desde muy chico me enseñaron a oír el silencio y a disfrutar de ello. Pero esta vez no, este silencio es distinto. Poco a poco se vuelve un silencio denso, solitario, espeso, casi insoportable. Es entonces en ese momento, en que el silencio se torna aturdidor, que puedo volver a abrir los ojos.

Junto a mi lado se encuentra Sara. Sentada, entredormida, algo cansada, pero siempre junto a mi lado. Siempre ha estado allí, aún en aquellos momentos en que yo no podía verla. Siempre ha sido mi fiel compañera a lo largo de este viaje y eso no cambiará en esta oportunidad. Muchos años son los que han pasado desde que nos conocimos en Madrid, y desde entonces ha solido ser así. Mientras la observo y mientras observo la pequeña habitación que me rodea, ella me cubre del frío y entonces, con la tranquilidad de tenerla cerca de nuevo, vuelvo a cerrar los ojos.

Me pregunto que será de aquellos hombres que nunca han llegado a destino, aquellos hombres que han quedado siempre en el andén. Ya he abandonado hace un largo rato las hermosas costas del Plata y la próxima parada que me espera es ni más ni menos que la bella ciudad de Ámsterdam. En la estación, esperándome ansiosamente, está mi madre. Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos y el abrazo del reencuentro se torna interminable, o por lo menos eso es lo que más quisiera en este momento. Entiendo que no es mucho el tiempo que tenemos para estar juntos y aprovecho entonces para decirle que la extraño, que la amo y que siempre la amaré pero la estruendosa chicharra del tren me arranca violentamente de sus brazos.

Nuevamente la persona que me acompaña es Sara, aunque esta vez se encuentra de pie, en la puerta de la pieza y no luce muy tranquila. Su rostro denota un inconfundible gesto de preocupación y a continuación vuelve a entrar, pero esta vez ya no está sola. La acompaña una dama vestida impecablemente de blanco, desde la cabeza hasta los pies. Su expresión tampoco es la mejor y comienza a hablarme en un dialecto que no logro comprender bien. Probablemente sería más fácil si pudiera quitarme la incesante sed que, al igual que Sara, ha sido mi acompañante en este último rato. Si tan solo tuviera fuerzas para levantarme y caminar hacia la vieja mesa de madera donde se encuentra la jarra de agua, pero apenas si siento mis piernas. El sueño comienza a invadirme de a poco y lentamente vuelvo a la estación de tren. Mi madre saluda desde el andén mientras se pierde a lo lejos. Vuelvo a preguntarme una vez más por los que se quedan, forzados o no, varados en la plataforma. Me pregunto si estarán condenados a que esa situación sea así eternamente, o si algún día lograrán subirse a algún tren. Cualquiera que fuera y tenga el destino que tenga, creo que lo más importante al llegar al final del camino, es sin duda, sentir la sensación de haberlo recorrido.