miércoles, 16 de septiembre de 2009

EL ULTIMO TREN


Cierro los ojos y escucho. Me detengo en el tiempo y observo. Las gaviotas caminan por la orilla, mientras las olas rompen contra las piedras. Oigo el sonido del viento, el dulce sonido del mar y me transporto. Viajo hacia aquellos momentos de mi niñez, cuando solía quedarme horas contemplando aquel paisaje. Las blancas aves de pico largo organizan el vuelo de cacería y los peces aguardan, resignados, a convertirse en sus próximas víctimas. Me relajo y puedo oír todo aquello, pero entre tanto alboroto, puedo también oír el silencio. Desde muy chico me enseñaron a oír el silencio y a disfrutar de ello. Pero esta vez no, este silencio es distinto. Poco a poco se vuelve un silencio denso, solitario, espeso, casi insoportable. Es entonces en ese momento, en que el silencio se torna aturdidor, que puedo volver a abrir los ojos.

Junto a mi lado se encuentra Sara. Sentada, entredormida, algo cansada, pero siempre junto a mi lado. Siempre ha estado allí, aún en aquellos momentos en que yo no podía verla. Siempre ha sido mi fiel compañera a lo largo de este viaje y eso no cambiará en esta oportunidad. Muchos años son los que han pasado desde que nos conocimos en Madrid, y desde entonces ha solido ser así. Mientras la observo y mientras observo la pequeña habitación que me rodea, ella me cubre del frío y entonces, con la tranquilidad de tenerla cerca de nuevo, vuelvo a cerrar los ojos.

Me pregunto que será de aquellos hombres que nunca han llegado a destino, aquellos hombres que han quedado siempre en el andén. Ya he abandonado hace un largo rato las hermosas costas del Plata y la próxima parada que me espera es ni más ni menos que la bella ciudad de Ámsterdam. En la estación, esperándome ansiosamente, está mi madre. Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos y el abrazo del reencuentro se torna interminable, o por lo menos eso es lo que más quisiera en este momento. Entiendo que no es mucho el tiempo que tenemos para estar juntos y aprovecho entonces para decirle que la extraño, que la amo y que siempre la amaré pero la estruendosa chicharra del tren me arranca violentamente de sus brazos.

Nuevamente la persona que me acompaña es Sara, aunque esta vez se encuentra de pie, en la puerta de la pieza y no luce muy tranquila. Su rostro denota un inconfundible gesto de preocupación y a continuación vuelve a entrar, pero esta vez ya no está sola. La acompaña una dama vestida impecablemente de blanco, desde la cabeza hasta los pies. Su expresión tampoco es la mejor y comienza a hablarme en un dialecto que no logro comprender bien. Probablemente sería más fácil si pudiera quitarme la incesante sed que, al igual que Sara, ha sido mi acompañante en este último rato. Si tan solo tuviera fuerzas para levantarme y caminar hacia la vieja mesa de madera donde se encuentra la jarra de agua, pero apenas si siento mis piernas. El sueño comienza a invadirme de a poco y lentamente vuelvo a la estación de tren. Mi madre saluda desde el andén mientras se pierde a lo lejos. Vuelvo a preguntarme una vez más por los que se quedan, forzados o no, varados en la plataforma. Me pregunto si estarán condenados a que esa situación sea así eternamente, o si algún día lograrán subirse a algún tren. Cualquiera que fuera y tenga el destino que tenga, creo que lo más importante al llegar al final del camino, es sin duda, sentir la sensación de haberlo recorrido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario